Un relato personal sobre una experiencia que transformó mi presente, virando mi futuro.
It’s times like these, time and time again.
–Dave Grohl, Foo Fighters
“Mi padre me dijo hace muchos años: ‘disfruta de volver a tu hogar, porque llegará un momento en el que no podrás hacerlo’. Yo le pregunté, ‘Papá, ¿qué significa eso?’, y él me dijo: ‘Bueno, la casa estará allí, pero la gente que la habita ya no’… Yo veo a esta habitacion como mi casa.”
El relato no es mío, sino de Lionel Richie al hablar de y en la sala del estudio de grabación A&M, donde ocurrió la épica, multiestelar y maratónica sesión que plasmó “We are the world”, que recomiendo ver. Su hogar fueron siete horas, en ese histórico estudio colmado de estrellas.
Sí es un relato que me representa y del cual me apropio al pensar en mi reciente experiencia Caminar 2024, organizada por el exquisito equipo de Experiencia Raíz. Mi hogar fueron siete días, en una comunidad aunada con el entorno, bajo un cielo sin estrellas.
Martín, Matías, Marisa, Valentina, Mauricio, Florencia, Ana, Eugenia, Tomás, Marianela, Mariana, Jorge y Kathy fueron mi hogar por más de siete días, un hogar que hoy llevo dentro mío y al que espero volver todas las veces que me sea posible, como en el hermoso reencuentro que mantuvimos este domingo por la noche, entre la mayoría de nosotros.
Nos fuimos a caminar para encontrarnos, con nosotros mismos, con nuestros desconocidos semejantes y con nuestro vivir integrado en la naturaleza. Tres motivaciones en común para un grupo de caminantes que elegimos aventurarnos en esta experiencia colectiva, con nuestras mochilas llenas de otras inquietudes, preguntas y expectativas bien diversas.
Todo fenómeno grupal es intransferible a quienes no lo viven y este, en particular, es hermosamente inexplicable. Debe ser vivido con el cuerpo, con todos los sentidos y en el alma. Sin embargo, quiero contar brevemente el paisaje general de lo que hicimos y, con mayor detalle, mis propias vivencias y aprendizajes.
Me propongo ser general respecto de lo que hicimos, para honrar el misterio que magistralmente sostuvo el grupo organizador, arquitecto y anfitrión de este hogar. Un misterio que debe ser preservado para quienes deseen hacer esta experiencia en su próxima edición.
Lo que quiero contar es que caminamos por siete días y muchos kilómetros, cargando nuestras mochilas, atravesando paisajes cambiantes de una belleza que quita el aliento, parando en campamentos y compartiendo carpa, con un protocolo de convivencia con la naturaleza de bajo impacto, y con la guía experta de Marisa Santos y el soporte constante de todo el equipo de Experiencia Raíz. Salimos de una base de operaciones y volvimos a ella por un lugar diferente, para cenar de manera increíble y realizar un cierre tremendamente emotivo casi la totalidad del último día.
Demasiada belleza, conmoción y agradecimiento es lo que sentí en ese momento cúlmine. Creo que lloré más que la sorpresiva muerte de mi padre, aunque tomado por emociones obviamente diferentes. Tal vez él estaba conmigo en ese momento, pero no me dí cuenta.
Hasta acá lo que quiero contar de la caminata en sí, para mantener la magia intacta. Quien quiera saber más, puede hablar con Martin Bunge o Matías Galíndez para anotarse para la próxima. Sugiero hacerla, sin dudarlo.
Y entonces, ¿cuáles fueron mis vivencias más significativas y mis principales aprendizajes? Van los más relevantes, sin ningún criterio de prelación en particular.
El grupo es el continente
Las ansiedades transitan en diferentes planos y con niveles crecientes desde la primera reunión virtual, hasta el segundo o tercer día de caminata. Ansiedades respecto de la experiencia en sí, al desconocimiento mutuo de los participantes, a la propia preparación física, a la intimidad forzada de las carpas, hasta la higiene y estética personal en un ambiente sin espejos (ya voy a hablar de esto).
La más notoria fue la ansiedad anticipatoria generada porque íbamos a estar siete días sin ninguna señal de celular, sin ese alienante alter ego, ventana para el extravío del sí mismo. Un verdadero feedfoward revelador de la insana dependencia que hemos desarrollado en la relación con ese artefacto.
La contención de los coordinadores y, sobre todo, la que fue emergiendo en el grupo de todas las formas posibles, fueron fundamentales para este tránsito, y para que el último día nos sintieramos “caminantes certificados” (un invento de mi parte). Claro, el otro, cada uno de nosotros que, como miembros de la manada asustada, empezamos a brindarnos aquello que teníamos para dar y desde lo que creíamos que podía contener a los demás.
Contenernos y cuidarnos en la intensidad de la la intimidad forzada que implicaba convivir en campamento entre extraños no fue una labor emocional y racional menor, que activó rápidamente la empatía, el respeto y la aceptación de la vergüenza. Y mucha, mucha risa de descarga en la primera noche de acampe.
La culminación de la experiencia conllevo otras ansiedades, las que producen los finales, pero el grupo sigue estando, afuera y dentro de nosotros. Nos seguimos acompañando.
Sensorialidad aumentada
La inmersión en un ambiente natural poco intervenido por la actividad humana amplifica nuestra sensorialidad, nuestra percepción y reflexividad. La ausencia del ruido y del ritmo urbano nos permite vernos, escucharnos, sentirnos y pensarnos con un nivel de nitidez que puede llegar a ser apabullante. Me refiero no solo a nosotros mismos, sino a los demás también. Las luces y sombras de nuestra mismidad se tornan muy accesibles y brotan con la fuerza del agua helada de aquellos ríos de montaña que nos revitalizaron siempre que lo necesitamos.
Pero es un caudal para el que tenés que estar preparado, y que te va enseñando al mismo tiempo. Para eso estábamos ahí. Porque todos los caminantes llegamos con el self anestesiado en diferentes dosis, buscando despertar nuevamente.
Otra vez, la inutilidad del celular fue fundamental para que estuvieramos presentes, en el sentido más amplio del término. Si, porque el nivel de conectividad de los teléfonos inteligentes es inversamente proporcional al nivel de encuentro interpersonal entre seres sensibles.
Multiplicidad de espejos
Con el paso de los días, a todos comenzó a preocuparnos la falta de espejos, para saber cómo nos veíamos (cómo nuestra superficie lucía para los demás). Narciso no encontraba en este ambiente un agua calma en la cual embelezarse de su propia imagen. Allí la pantalla el celular sí cumplía una función, aún cuando ya se hubiera quedado sin batería para una selfie.
Era una preocupación comprensible, pero que en realidad pretendía protegernos de la sobreabundancia de espejos: la naturaleza como la mencioné, y los demás.
Estábamos llenos de espejos sobre nuestro estar, hacer y ser. Este era el mayor problema y la tan buscada oportunidad, para observarnos, encontrarnos y, con suerte, aceptarnos un poco más. Podíamos entrar en nosotros, salir de nosotros en la relación con los demás, y volver para digerir lo que nos habíamos encontrado sobre nosotros mismos en esa experiencia. Porque lo que importaba era aceptar la desprolijidad y el brillo de nuestros seres; ese era el juego. Cuando nos aceptamos, somos mucho más lindos despeinados, mal dormidos y enterrados; porque nos mostramos verdaderamente.
Es que como expresó el querible Jorge “Pela” Manieu, aquello era “un chorro de presencia” durante todo el día, incluyendo las noches de carpa y conversaciones compartidas. Muchos espejos, presentes, de esos que no se consiguen en el marketplace; esos que te regalan el peso de la mirada y el calor del abrazo, que vas aprendiendo a sostener, más que antes.
¿Nos acercábamos o alejábamos? ¿Nos encontrábamos o nos perdíamos con el otro? ¿Con quién más y con quién menos? ¿Por qué y para qué lo hacíamos? Uh, cada noche y cada remanso nos traían conversaciones internas insoslayables.
Adoro contemplar y fotografiar la luna, pero debo reconocer que nunca en mi vida hablé tanto con la luna llena en una noche plena, mientras todos dormían, lejos del campamento, sentado en medio de la nada, sintiéndome parte del todo. Las luces de la ciudad no nos permiten apreciar su potencia lumínica ni la gestualidad de su rostro visible. Ella es una gran dama, a la que le debemos mucho de los ritmos de nuestro hogar.
Soledad compartida
Como comenté al inicio, todos elegimos la experiencia en mayor o menor medida para para encontrarnos con nosotros mismos. En ese aspecto estábamos y debíamos estar solos. No estabamos de vacaciones, ni compitiendo por llegar a la cima, ni haciendo una visita a la naturaleza. Estabamos inmersos en el paisaje porque queríamos volver a nosotros, y eso requiere del coraje de los exploradores.
Pero fue fundamental que fuera una soledad compartida. ¿Es que acaso no lo es toda soledad saludable? Estábamos todos solos y a la vez muy bien acompañados, aunados en esa búsqueda que nos iba a brindar algo justamente en el encuentro, en la relación, en “el medio” entre nosotros y el otro, entre el adentro y el afuera. Vuelvo en breve sobre este punto, cuando hable de la distinción entre lo micro y lo macro.
En mi caso, viajé en auto solo desde Buenos Aires a Trevelin, ida y vuelta, y me brindé la posibilidad de estar también solo unos días antes y después de la caminata. Con mi cámara a cuestas y mis emociones desbordadas vi en mi sombra a Robert Kincaid recorriendo los Puentes de Madison, aunque solo haya sido un magnífico puente sobre el Río Arrayanes.
Haberlo encarado de esta manera fue una decisión que equivocadamente venía postergando y que hoy celebro. Porque nunca en mi vida estuve tan bien acompañado por mi mismo ni por los amigos, familiares y caminantes con los que conversé de manera constante a la distancia. Me sentí cuidado y pude cuidar a otros, que estaban cientos o miles kilómetros de distancia.
El tempo giusto
Hay contenidos mnémicos, emocionales, reflexivos y vinculares que solo pueden surgir en un tempo lento, orgánico y determinado por la resistencia vital de lo analógico, comenzando por nuestro propio cuerpo, que intenta avanzar con una mochila cargada con nuestras decisiones de equipamiento.
Soy táxativo en esto, como lo fuimos en el Foro “Entre el vértigo y la lentitud” que organizamos desde Asertys ► Transformación integrada con la participación de Carl Honoré, Santiago Kovadloff y Juan Maria Segura: para comprender circunstancias disímiles y procesar cuestiones diversas tenemos que activar tiempos diferentes en sus ritmos y frecuencias. Simultáneamente, solo tiempos diferentes nos permiten darnos cuenta de eso, y en particular, el tempo giusto, como se lo conoce en la música (gracias Karl por este hallazgo). Para qué negarlo, el mejor tiempo para esto es el lento, el de la contemplación y la reflexividad, enemigo público declarado del productivismo consumista circular que constituye nuestra vida actual. Sí, necesitamos mucho más tiempo lento, aunque al mercado no le guste. ¡A quién le importa! Al menos, a ningún caminante debería importale.
Mi aprendizaje sobre este punto es que debo volver a la naturaleza con mucha más frecuencia en el año, incluyendo la meditación que el jardín y la huerta me brindan cuando me dedico a su cuidado… al mío. Solo la resistencia analógica y sustancial de lo externo nos permite registrar nuestra mismidad y moldearla con mayor delicadeza.
Quietud y movimiento se necesitan recíprocamente
Así como el silencio es un no-sonar fundamental en la construcción de significados en nuestro conversar, quedarnos quietos es esencial para registrar el rico e incesante movimiento de lo aparentemente estático o unívoco que nos arroja nuestra mirada cuando no está comprometida. Lo que nos ocurre la mayor parte del tiempo.
Nunca podría haber conocido al pájaro que se me acercó y me acompañó sin saberlo mientras realizaba un ejercicio de contemplación de lo micro y de lo macro al que Martín nos invitó, a la orilla misma de un arroyo poblado de truchas saltarinas. Ese pájaro, realmente desconocido para mí, bajó a alimentarse en un hilo de agua que tributaba al arroyo y se quedó un buen rato ocupado en esta labor, solo porque yo estaba sentado, en contemplativo silencio. No sé si lo habría conocido, y mucho menos, sentido como lo hice, si yo hubiera estado en la insistente caminata.
A la vez, es fundamental moverse, para descubrir territorios, lugares nuevos, más allá de nuestra vista, cansancio o complacencia. Es así donde lo aparentemente estático recupera ese ilusorio carácter y se presenta como paisajes diferentes que emergen cuando exploramos, curioseamos, observamos el universo, sin necesariamente saber dónde estamos ni hacia donde vamos, sino dejándonos llevar por la certeza de que queremos ver lo no visto aún. Caminando pasamos de la llanura gramínea, al bosque de ñires, del arroyo con mentas silvestres, al bosque de lengas centenarias, a mil metros de altura.
Solo caminando, pero sabiendo deternos en silencio. Como lo pidió Tomás en el último descenso del último día. Gracias hermano Tom, por esa sabiduría te quiero tanto.
Sobre este punto, una de las cosas que lindas que el grupo me devolvió es una habilidad que desconocía en mí: la de encontrar “los mejores lugares” que el territorio ofrece para dormir una siesta. No sabía que poseía tal competencia, porque duermo poco la siesta y, cuando lo hago, es generalmente en los mismos lugares. Pero allí, el desborde estético del ambiente me llamaba a elegir “el mejor lugar” para un ritual tan reparador como sagrado ante tanto esfuerzo físico y emocional.
Lo micro y lo macro son un invento ansiolítico
Los ejercicios de observación en los que nos guiaron nos permiteron ver sistemas dentro de sistemas, mundos dentro de mundos, hasta el infinito que el quantum y las limitaciones de nuestra percepción lo permitieron. Esto me conectó de manera palmaria con la real indiferenciación de niveles desde desde la perspectiva de los sistemas vivos, en tanto fenómeno-en-sí.
La distinción entre lo micro, lo meso y lo macro está muy bien como ansiolítico para nuestra necesidad de analizar, de acotar la complejidad de los mundos de los que formamos parte y así, poder someterlos a nuestros designios. Desde el punto de vista de “la cosa”, del fenómeno en sí, es una distinción absolutamente inútil, por la misma limitación de la palabra, que lo único que logra es segmentar nuestro vivir y separarnos más aún en nuestra posición de observadores.
Me corrijo, nuestra palabra, aunque limitada, posee un potencial integrador que pocas veces ejercemos. La disgregación de nuestro mundo es principalmente fruto de la angustia que nos produce estar arrojados a él, frente a lo cual, elegimos dominarlo, con la ilusión de que eliminamos la inevitabilidad nuestra muerte en ello.
Conversábamos una mañana al escuchar el sonido del arroyo Greda en su confluencia con el Huemul sobre qué era lo que sonaba. Y lo que sonaba era un patrón conformado por la real confluencia de todo lo que lo compone. Era el ambiente el que vibraba, no las piedras, ni el agua, ni el aire ni los árboles. Es imposible explicar ese sonido por sus partes, porque es el ecosistema el que vibra.
En el origen somos música
Hablando del sonido, hubo mucha música durante toda la caminata, no solo la de la naturaleza y la de nuestras risas, sino también, la de las guitarras, las canciones incompletas e inconclusas, la poesía y los mantras que emergían, se orquestaban y crecían sincrónicamente de manera espontánea, colmando el tiempo y el espacio, acompañando las actividades del campamento o tramos del caminar, haciendo flotar nuestras almas como las nubes más brillantes (te recordamos mucho Gustavo).
Con el paso de los días, el espacio ocupado por la música se expandió, acompañado por la guitarra del Pela que, atada a su mochila, cantaba inclusive mientras caminábamos, al rozar con cada ñire apretado que bordeabamos en nuestro deambular. Sonidos abiertos y azarosos, dignos de Stockhausen.
Volvimos a una experiencia primaria, de comunidad universal originaria, cuando el sonido y el canto antecedieron a la palabra y a la escritura. Algo solo posible en ese tiempo, en ese espacio y en esa intención compartida. Tiempo, espacio conformados por nuestra intención.
Tanta fue la música y el ducto emocional que destapé, que escribí mi primera poesía, con la ayuda de un amigo entrañable.
Porque somos animales, seres biológicos antes que culturales. Está claro que somos seres sociales, pero lo que no tenemos tan consciente es que no podemos ser nosotros mismos velando estas dos condiciones en su integración. Sin su integración somos una nada que perdura y no un todo que vive. Eso es lo que creo que encontramos en nuestro caminar, aunque no lo esperábamos inicialmente.
En nuestra última cena, cocinada a las brasas y fundidos en el encuentro, la bellísima Valentina, prometedora guía de montaña y sonreidora serial, nos regaló “Movimiento” de Jorge Drexler junto al Pela, que con su privilegiada oreja y expresividad pudo enebrar el tema en su ukelele con aspiraciones de guitarra:
Somos una especie en viaje / No tenemos pertenencias sino equipaje / Vamos con el polen en el viento / Estamos vivos porque estamos en movimiento / Nunca estamos quietos, somos trashumantes.
Cuando regresé a Buenos Aires un jueves, tarde por la noche, una de las caminantes que me acompañó a la distancia durante los dos días que manejé me preguntó: “¿Cómo te sentís estando de vuelta en tu hogar?”. Le respondí que nunca me había sentido alejado de mi hogar, explicándole mi vida nómade como consultor organizacional. El sentimiento era cierto, aunque mi respuesta fue apresurada. Claro, yo no había comprendido aún, necesitaba más tiempo: el hogar es el camino, los caminantes que nos prodigamos reconocimiento y cuidado mutuo, y nosotros mismos, dispuestos a seguir explorando el paisaje de una vida que siempre será incierta. Somos nuestro hogar.
Lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos. Si quieres que algo se muera, déjalo quieto.
Los amo caminantes, son mi hogar.
Gracias eternas al equipo de activistas delicados de Experiencia Raíz: Martin Bunge, Matías Galíndez, Marisa Santos, Valentina Recia, Mauricio Dromaz, y a mis adorados compañeros Ana Bizberge, Maria Eugenia Plate, Florencia Iacopetti, Tomas Drot de Gourville, Mariana Arando, Marianela Matusevich, Kathy León y Jorge Manieu Briceño.